Teníamos varias semanas de vacaciones antes de empezar, así que nuestra idea era escaparnos algún día a esas playas a las que se escapan los neoyorquinos en verano. La idea era perfecta, pero había un matiz: algunos. Los que se escapan a esas playas son algunos neoyorquinos. En cuanto miramos lo que costaba una noche en un hotel en temporada alta en los Hamptons lo descartamos rápido. No voy a enredarme en detalles, echadle un vistazo a Booking. Esas playas de las películas tendrán que esperar.
Agosto es ese mes del año en que escaparse de la ciudad. Pero no si esa ciudad es Nueva York. De Nueva York es difícil que quieras escapar: siempre tiene algo nuevo que ofrecerte, y siempre es mejor de lo que esperabas. Esta semana lo he comprobado por partida doble: con su red de bibliotecas y con sus playas. Porque agosto va de libros y playa, ¿verdad?
Tener mi propio carnet de la biblioteca pública de Nueva York. No tengo ahora mismo un carnet más preciado. Poder acceder a la red de bibliotecas más espectacular que he visto en mi vida, y a un catálogo de libros imposible de abarcar. Un sueño, vamos, todo un mundo de recursos a mi alcance. Todos conocíamos (o habíamos oido hablar) de la icónica biblioteca de la quinta avenida -espectacular, a todas luces-, lo que no tenía ni idea es de que mi carnet me da acceso a decenas de bibliotecas de edificios igualmente espectaculares, algunos encantadoramente viejos, algunos nuevos que parecen el edificio de Fnac de Callao, con sus novedades sin estrenar y sus cientos de categorías para todos los gustos. Mil y un pasillos en los que pasar horas.
Ah, y cada vez te dejan sacar 50 libros (tuve que preguntarlo un par de veces porque estaba convencida de que lo había entendido mal, pero sí, fifty books at a time). Yo, que procuro no vivir en la utopía, empecé llevándome 3: uno de ficción (Secret lives of mothers and daughters, que me ha parecido perfecto para este agosto neoyorquino) otro de no ficción que he devorado (Return from Rusia), y un tercero de recetas de Jamie Oliver. No lo he abierto, pero de ilusiones vive el hombre.
Ir a Coney Island fue comprobar que no teníamos que ir a los Hamptons si teníamos mono de playa. Habíamos estado una vez, cuando vivimos aquí aquel otoño de 2017, y estábamos seguros de que en verano sería una de esas playas abarrotadas en las que no se podía poner un pie, así que cuando fuimos el fin de semana nos llevamos una sorpresa mayúscula al ver esas extensiones de playa limpias, diáfanas y tan apetecibles. A una hora en metro de casa. La próxima vez, volvemos con bañador.
Pero nuestro objetivo esta vez en Coney Island tenía un nombre: The Cyclone, la centenaria montaña rusa de madera en la que estábamos deseando volver a subirnos. ¿A que dicho así suena a atracción entrañable y tranquilita? No lo es. Es pura adrenalina, y nos tocó -de esas casualidades que pasan una vez en la vida- en primera fila. No se me va a olvidar. Por favor, cuando vengáis a Nueva York reservaros una tarde en Coney Island y subiros a esta montaña rusa. Y me lo contáis.
Mañana dejamos nuestra vida de hotel y (por fin) nos instalamos en nuestro piso. Estoy deseando enseñaros el nuevo The Spaniel Studio en Nueva York. La próxima semana, os lo prometo.
Gracias por estar ahí. La próxima semana, más ♥
Cristina Ausin Gomez
Creo que ese árbol ( house-tree) y esa public library son unos refugios maravillosos en los que pasar horas. Qué tesoros estás encontrando, Mary!!
María
Cristina Ausin GomezLo son Cris! A ti ese rincón de Central Park te chiflaría! (un tesoro, por cierto, eres tú ❤️)